miércoles, 23 de abril de 2008

El deseo de las mujeres por Gabriela Acher


Mi hermano opina que este tipo de literatura es una porquería feminista.
Sin embargo, los libros que leí de esta autora me divirtieron mucho.
He aquí una muestra:


Y sí, hay que aceptar con dignidad y resignación, que los varones escasean.
El que no está casado, es solterón, insoportable, separado deprimido, divorciado, rencoroso o gay sin asumir.
Y no es que ya no haya mas señores, es que las mujeres cada vez, estamos más exigentes.
Antes nos conformábamos con conseguir marido.
Ahora, es más difícil, pretendemos encontrar un hombre !!!!!!!!!
Hay que reconocer que nuestras pretensiones, respecto del Príncipe Azul, tienen algunos dejos de 'Gataflorismo' .

Porque nosotras queremos :
- Que esté en casa, pero no todo el día.
- Que sea pulcro y limpio, pero no obsesivo por el orden y la limpieza
- Que sea cariñoso, pero no cargoso.
- Que durmamos juntos, pero no todos los días.
- Que sea seductor, pero no mujeriego.
- Que tenga buena posición económica, pero que no labure todo el día.
- Que sea buen amante, para cuando una tenga ganas.
- Que respete a la familia, pero que no le de tanta bola a su vieja.
- Que sea romántico, pero no boludo.
- Que no sea amarrete, pero tampoco derrochador.
- Que no sea celoso, pero tampoco indiferente.
- Que sea protector, pero que no esté tan pendiente.
- Que se conmueva, pero que no llore.
- Que sea duro, pero flexible.
- Que tenga auto, pero que no lo cuide tanto.
- Que sea sociable, pero nunca los amigos primero que una!!!


Por eso, la recomendación pesa en 'la cama afuera', a la hora de elegir una nueva pareja.
Todas sabemos
- Que 'El Príncipe Azul destiñe en el primer lavado'.
- Que los más Caballeros te protegen de todo, menos de sí mismos,.
- Que Caperucita Roja siempre fue mas viva que el lobo, y
- que la convivencia es como en los cuentos:


Tarde o Temprano
LA BELLA PRINCESA SE CONVIERTE EN BRUJA
Y EL PRÍNCIPE AZUL EN SAPO.

miércoles, 16 de abril de 2008

Contaminación sonora

Siempre amé la música. Con toda mi alma y mi corazón. A tal punto que mi firma está encabezada por una clave de sol, y a mi príncipe azul nunca lo imaginé montado en un caballo blanco sino desgranando notas de una guitarra. Escucho desde Bach hasta Arbol, con amplio predominio de mi amado Queen. Juro que hasta escuché cumbia villera para poder criticar con propiedad, aunque debo reconocer que me pudo y que apagué a la 3º "canción".
Pero no obligo a nadie a escuchar lo que YO tengo ganas. Incluso escucho a bajo volumen, para no molestar a nadie, o con auriculares si no estoy en casa.
Pero parecería que últimamente a todos se les dió por obligarnos a oir lo que no queremos, empezando por los celulares.
Voy por la calle o en un transporte público entérándome que a Fulanito deben hacerle un espermograma o que Menganita tiene una diarrea que hasta se ensució los pantalones (sic). ¿Es que la gente ya perdió todo el decoro, el buen gusto y la intimidad?
Y volviendo a la música...
Hasta hace poco fui usuaria del Roca. Allí los vendedores de CD truchos me atosigaban con esos enormes aparatos que cargan al hombro y tienen un sonido espantoso obligándome a apagar mi MP3 en el caso de ir parada o suspender mi lectura por distracción las extrañas veces en que conseguía sentarme.
Ilusa de mí, supuse que ahora, al viajar en combi, podría aprovechar la horita larga de viaje para acrecentar mi aservo cultural con la lectura que tuviese entre manos. Pero no. También allí el chofer pone la radio (a veces, por suerte, a bajo volumen) haciéndome escuchar lo que él quiere. Eso sin tener en cuenta que voy en manos de unos caballeros que pasan gran parte del tiempo hablando por teléfono mientras esquivan el muy pesado tránsito de Hipólito Yrigoyen en hora pico.
Pero no termina allí el asunto. Con la nueva generación de telefonitos, cualquier gil va por la calle o en el colectivo con la música a todo volumen (que no es Strauss, precisamente). Y mejor no decir nada y aguantárselas a como de lugar, a no ser que uno quiera recibir una grosera contestación.
Aunque... Si nadie le da el asiento a una embarazada o a un lisiado, si te empujan o te tiran al piso tratando de subir al tren (para lo cual hiciste 15 minutos de cola para poder ir sentado), si los autos no respetan la prioridad del peatón, si los peatones cruzan las calles de cualquier manera, ¿de qué me extraño?


miércoles, 9 de abril de 2008

Papelones


Mi hija estudia Diseño de Indumentaria en un instituto muy glamoroso en Barrio Norte.
Desde que empezó, todos en casa pasamos a ser un desastre.
"Mamá, ¿cómo te vas a poner esa remera?", me persigue. O "¿No viste cómo estás maquillada?".
Pero no soy la única.
El otro día teníamos una fiesta y volvió loco al hermano. "¡Esos zapatos no van con ese traje! Vamos, que te ayudo a elegir", proponía entre los bufidos del susodicho.
Reconozco que a veces me dan ganas de mandarla a freir churros. Pero también reconozco que me hizo prestar más atención en la calle.
Distraída como pocos, suelo no mirar lo que pasa a mi alrededor. Me sería absolutamente imposible describir a la persona que estuvo parada junto a mí durante el viaje al trabajo.
Y ahora estoy mirando un poco más.
Es notable cómo hacemos papelones sin darnos cuenta.
Sin ir más lejos ayer, en el subte, había una señorita muy entrada en carnes que exhibía orgullosa una remera con la leyenda "save the whales".
El otro día tenía frente a mí una mujer bastante mayor y poco agraciada que llevaba una bolsa con la inscripción "cosmética científica de belleza".
Pero lo peor fue una adolescente que calzaba esas horribles zapatillas con forma de pezuñas de vaca, con un arito en la nariz y masticando chicle con la boca abierta, lo que la transformaba redondamente en un típico rumiante de nuestras pampas.
Quiero aclarar que no me refiero acá a las cuestiones estéticas que son un problema de gusto. Por ejemplo, a mí no me gusta cuando alguien tiene una pollera floreada con una camisa a cuadros, pero si a ella le gusta, está todo bien. Me refiero a los papelones que hacemos sin darnos cuenta, como los de los ejemplos anteriores.
Y creo que todos los hicimos alguna vez.
En mi caso particular, supongo que lo peor es cuando me pongo un terrible escote que permite ver el ombligo tratando que las miradas se dirijan a zonas inexistentes. Y, ahora que lo pienso, el que está enfrente debe cagarse de la risa.
¿Y ustedes? ¿Qué papelones hacen?
Eso sí: por las dudas, ya no uso más la remera que me trajo mi viejo de Japón. Por si las moscas...

jueves, 3 de abril de 2008

Incertidumbre III



El tiempo que siguió fue angustiante.
Rodrigo se tiró en la cama a dejarse morir. No lloraba, no gritaba, no se levantaba, no veía a sus amigos ni contestaba sus llamadas telefónicas. Dejó de bañarse y de comer.
Camila estaba desesperada. No había manera de hacerlo reaccionar.
- Mi amor, vamos a preparar historia (tal la materia que debía dar). Yo te ayudo, proponía Camila.
- ¿Para qué? Ya está todo perdido, contestaba él en tono monocorde.
- No. Si querés buscamos un profesor.
- No. No quiero.
Para continuar después:
- Rodrigo, vení a comer.
- ….
Siguiendo más tarde:
- Mirá Rodrigo: te vas a levantar y te vas a dar una ducha. Si querés después volvés a acostarte.
- No puedo, era lo único que obtenía Camila por respuesta.
Y las fechas de examen pasaron. Y Rodrigo no se presentó.
Camila estaba muy preocupada, porque sospechaba que si repetía de año la cosa terminaría muy mal (siempre se puede estar un poco peor). No pasaba por perder un año: ya con sus otros hijos había comprobado que no era la muerte de nadie. Pero este caso era distinto: perdería a sus compañeros, el viaje de egresados, la fiesta, la joda del último año. Y pensaba que eso sería catastrófico en estos momentos.
Con esa idea en la cabeza fue a hablar con el director del colegio. Le explicó qué estaba pasando y él se ofreció a ayudarla.
Como no se había presentado a los exámenes, podrían pedir mesas extra en el Consejo Escolar, para lo cual había que presentar un certificado médico.
Camila fue a solicitárselo a la psiquiatra, que ya para esa altura era parte de la familia. Pero ella se negó a hacerlo. Así que recurrió a un médico amigo que sí lo hizo.
Munida de la papeleta, Camila fue al Consejo. Y lo consiguió.
Ante la negativa de Rodrigo de hacer nada, llamó a su ex y le dio instrucciones precisas:
- No puedo con él. Necesito tu ayuda. Por la fuerza no consigo nada, y encima él tiene más físico que yo. Así que vas a venir todos los días a buscarlo a la salida del trabajo, te lo llevas al departamento y lo haces estudiar un rato. No me importa que sean 15 minutos. Lo que me interesa es sacarlo de la cama y darle algo para hacer.
Curiosamente su ex, que siempre había dado órdenes, agachó la cabeza y accedió a su pedido. La verdad sea dicha: actuó a la altura de las circunstancias.

Los días corrían y todo el ritmo de la casa se trastocó.
Camila debía ser el pilar en ese momento, y pudo hacerlo. Pero cuando estaba sola la angustia le cerraba la garganta y las lágrimas le quemaban en los ojos, máxime teniendo en cuenta el esfuerzo que hacía para reprimirlas: no podía permitirse el lujo de dejarse vencer… excepto en las noches, cuando iba a la cama y lloraba en triste y vacía agonía.
Pero no estaba sola: sus padres la escuchaban pacientemente y su amigo Emilio estuvo al pie del cañón.
Psicólogo él, por teléfono le explicaba qué podía pasar, y como actuar en consecuencia. Fue un apoyo invalorable, porque las reacciones de Rodrigo no la sorprendían y podía proceder de la manera adecuada.
A pesar de eso, se sentía sola y desamparada. Parecía que todos sabían qué debía hacerse, y cómo hacerse. Y, para peor, sus otros hijos empezaban a reclamar un poco de atención, enfocada directamente sobre Rodrigo.
Además, sabía que estaba cargándolos con responsabilidades que no les correspondían: como ellos estaban de vacaciones y Camila no, estaban al cuidado de su hermano menor mientras ella estaba ausente. Y, afortunadamente, lo hacían.

Un mediodía cualquiera (ya todos los días eran igual de desesperantes) Camila fue al dormitorio a tratar de convencer a Rodrigo que se levantara para comer algo. Lo encontró temblando de una manera impresionante, y eso la alarmó. Pero él se levantó y se sentó a la mesa. El temblor era tal que no podía agarrar los cubiertos ni el vaso.
- Voy a llamar al médico, dijo Camila.
- No, estoy bien, repuso Rodrigo.
- De ninguna manera. Yo lo llamo.
El galeno se presentó un rato después. Un hombre de mediana edad, con experiencia. Después de la revisación de rigor hizo salir a Camila del dormitorio y habló con el muchacho cerca de una hora.
Camila lo único que atinaba a hacer era caminar de un lado a otro sin hacer nada.
El médico por fin salió del dormitorio y habló con ella:
- Mire, señora: Rodrigo estuvo guardando las pastillas que usted le dejaba y tomó todas juntas, le informó.
- ¿Cómo?, preguntó Camila sin dar crédito a sus oídos.
- Sólo tiene el temblor. No es necesario un lavaje de estómago. Pero por favor hable con su psiquiatra.
Y eso hizo Camila.

La psiquiatra aconsejó internarlo, pero Camila se negaba a hacerlo, por lo que pidió una entrevista con otro especialista, recomendado por el director del colegio.
Una tórrida noche de febrero que hacía juego con su espíritu lo llevó hasta el consultorio. Sus padres se negaron a dejarla sola y, casi obligándola, la llevaron en su auto. En el fondo Camila estaba agradecida: no creía estar en condiciones de ir a pleno centro manejando el suyo.

Después de entrevistar a Rodrigo a solas, el médico invitó a Camila a entrar al consultorio.
- Considero que lo adecuado es internarlo, dijo sin pelos en la lengua el psiquiatra. - ¿Está usted de acuerdo?
- De ninguna manera, contestó Camila. Yo no quiero que mi hijo de 17 años pase por una experiencia semejante, que lo empastillen hasta dejarlo dopado y que pierda su último año en el colegio junto a sus amigos de toda la vida.
- Considero que es una inconsciencia. ¿Tiene usted idea de los riesgos que corre al negarse?
- Absolutamente, replicó ella.
- No puede quedarse solo, de manera que tendrá que contratar dos personas, una para el día y otra para la noche, para que estén con él y controlen la medicación, insistió el médico.
- No puedo darme ese lujo: me haré cargo yo.
- En ese caso, le voy a pedir que me firme una nota desligándome de la responsabilidad por la integridad física de Rodrigo, concluyó el médico.
- No hay problemas: asumo toda la responsabilidad, afirmó convencida Camila.

Pero la verdad no era esa: dudaba si estaba tomando el camino correcto. Tal vez, como nunca, estaba guiándose por el instinto. ¡Sonaba tan irracional! Pero ya había tomado la decisión, y la afrontaría.

martes, 1 de abril de 2008

I just called to say I love you

Me he transformado en una celu-adicta. Y por ese motivo una amiga que pasó sus vacaciones de julio del año pasado en Francia me trajo de regalo un aparato muy monono.
A veces uso mi telefonito para hablar o mandar mensajes, es cierto, pero es mi despertador cada mañana, agenda telefónica y agenda de citas, y más de una vez lo usé como cámara fotográfica y calculadora, cuando no para cargar datos que necesito. Lo que nunca usé fueron los jueguitos: con los de la compu tengo de sobra. Sin ir más lejos, hoy tuve que llamar a mi madre para pedirle el número de mi hermano, porque cargado como estaba nunca me tomé el trabajo de memorizarlo.
El hecho es que, después de pocos meses de feliz convivencia, mi celular tuvo el mal gusto de morir el sábado pasado.
Como el viernes había tenido una fiesta apoteótica, primero pensé que se trataba de la resaca, que no me permitía tocar el botón correcto. Pero me equivoqué, y el deceso era irrevocable.
"Seguramente se descargó", pensé esperanzada. Lo enchufé, y nada. "Será la batería", seguí adivinando. Así que fui a un local representante de mi compañía a probar con una nueva. Pero tampoco sirvió de nada.
El lunes dirigí mis pasos hacia el servicio técnico sito a la vuelta de mi trabajo.
- Este es un teléfono nuevo. ¿No tenés la garantía? - Preguntó el dependiente.
- Sí, pero París me queda un poco trasmano para ir a reclamar. - Contesté tristemente.
- Bueno, entonces te hago el presupuesto.
Presupuestado que hubieron el arreglo (afortunadamente gratis), la cifra era equivalente a un teléfono nuevo. Obviamente, di las hurras y huí con mi celular en el bolsillo.
Fui a ver a un "técnico" que me habían recomendado cerca de mi casa.
- No... Yo hago desbloqueos o cambios de baterías. Lleváselo a Pedro, acá cerca. Decile que vas de parte de Leo. - Informóme el muchacho que me atendió.
Y fui a verlo a Pedro (que tenía otro local de reparación de celulares), quien probó la batería a pesar de haberle informado que no se trataba de eso.
- No... No puedo arreglártelo. Andá a ver a Matías (en otro local de reparación de celulares) de parte mía. Si él no te lo puede arreglar, ¡sonaste! - me alegró el supuesto técnico.
Allí fui al local de Matías (quien ya se había retirado a pesar de ser apenas las 17 hs) donde dejé el cadáver esperando que, como Lázaro, resucitara de una buena vez. Eso sí: tenga solución o no, el presupuesto me lo cobraron, por adelantado.
Así las cosas, no puedo dejar de hacerme algunas preguntas: ¿Qué se supone que hace un "técnico en celulares"? ¿Cambiar baterías y desbloqueos, nada más? ¿Eso justifica tener un local? ¿Y quién lo habilita?
Tengo unos amigos que tenían una heladería. Entre Salubridad y Bromatología los volvieron locos.
Otra amiga, dueña de un pet-shop, era perseguida mensualmente por la Municipalidad y el Monotributo. Además debía tener un veterinario que autorizara la entrega de cachorros, aunque fuera una vez por mes (y al que había que pagarle un sueldo).
Ni hablar de una farmacia, que debe tener un farmacéutico diplomado aunque no se prepare ni una miserable receta magistal y no pase de ser una compra-venta de cajitas y blisters.
En fin... parece que acá cualquiera se adjudica un título. Desde los "ingenieros" y las "doctoras" hasta los "técnicos en celulares".