martes, 26 de agosto de 2008

¡Las histéricas somos lo máximo!

La semana pasada recibí varios PPS que versaban sobre la mujer. Que quién había sido la inventora de la "liberación femenina", que los problemas que tenemos para estar en forma, otro de un Ing. amigo que (como bien decía) era un ataque de demagogia sobre qué harían los hombres sin nosotras...
Pensando en eso estaba cuando el jueves fuí a una charla sobre lógica difusa que daba un ingeniero amigo. Eso significó llegar a casa a eso de las 22 para hacer la cena y transformarme en ama de casa.
Y me dije: ¿cambiaría la charla por estar tranquila en mi casa desde temprano? Ni loca que estuviera, me contesté.
¿Cambiaría las dietas permanentes y el gimnasio para estar en forma por estar sentada en mi casa y resignarme a los rollitos mientras me mando una lasagna? ¿Cambiaría haber estado conociendo los nuevos materiales con los que están trabajando en el Imperial College de Londres por conocer los gatos de turno que se pelean por TV? ¿Cambiaría ver la novela de la tarde por ver los laboratorios de robótica de la Universidad Carlos III de Madrid? ¿Cambiaría peinar canas por no tener que aguantar al colorista una vez al mes? ¿Cambiaría levantarme más tarde (aún cuando una de las cosas que más odio en el mundo es madrugar) por tener que viajar como el tujes hasta el microcentro todos los días?
NO, NO y mil veces NO.
Se me dirá que ahora las mujeres sumamos tareas en lugar de compartirlas, que tenemos mucho más estrés, que sufrimos enfermedades coronarias, que estamos agotadas. Y es cierto. Pero algún costo teníamos que pagar. Nada es gratis en esta vida.
Sin hacer un juicio de valor (yo también soy un poco demagógica y quiero quedar bien con Dios y con el Diablo), creo que las mujeres en general hemos crecido a pasos agigantados. No dejamos de hacernos cargo de nuestra casa y nuestros hijos, pudiendo transformarnos en verdaderas fieras cuando se trata de defenderlos. Estudiamos y nos capacitamos. En general apoyamos a nuestra pareja para ayudarla a crecer cuando la tenemos y, cuando no, hacemos millones de cosas. De hecho, cuando hay paseos culturales, idas al teatro, cursos, incluso reuniones de solos y solas la mayoría son mujeres. Los hombres, en cambio, tienden a quedarse en ropa de entrecasa desparramados en un sillón viendo el partido por la tele. ¿Es mejor? No lo sé. Sólo es una observación empírica.
Pero, mujer al fin, creo que nosotras podemos todo lo que nos proponemos!!!
Y dejémonos de joder con planteos metafísicos ridículos...
Elegí para ilustrar este post un tema poco conocido de Liliana Felipe que creo que va como anillo al dedo. Espero que les guste.


viernes, 22 de agosto de 2008

Carta de Ema

Hace días que quiero escribirte. Pero la pantalla en blanco me parece un mar imposible de atravesar y las palabras se escapan, esquivas.
Necesito tus brazos. Quiero sentirte cerca. Vos encendés el fuego que hay en mí. Imagino tu cuerpo y quiero recorrerlo con mi deseo. Quiero enredar mis dedos en tu pecho. Quisiera sentir tu aliento sobre mi piel. Estoy hambrienta de tus caricias.
Ya sé: tu mundo y el mío son difíciles de unir. Y también sé que la realidad es. A veces siento una pasión irrefrenable y desearía que me poseyeras desenfrenadamente, que pudiéramos hacer realidad nuestras fantasías (más las mías que las tuyas, honestamente). Otras, en cambio, siento mucho miedo y huyo cobardemente. En esas ocasiones recuerdo a Sabina: "opino con Sade que al deseo los frenos le sientan fatal" y sé que tiene razón. Pero no puedo conmigo.
También reconozco que hay mucho ratoneo, mucha imaginación, mucho querer que sea así.
¿Ves? Soy incapaz de permanecer mucho tiempo con los pies sobre la tierra.
Muchas cosas cambiaron este último tiempo, y a veces ni siquiera me reconozco. Estoy tratando de aprender a convivir con todas estas sensaciones nuevas que no quiero dejar de sentir pero que me inundan y no sé cómo manejar.
¡Hay tantas cosas que quiero decirte! Tal vez algún día, cara a cara, pueda hacerlo. Pero hay tiempo, y no soy de las que no intentan cumplir sus sueños...

jueves, 14 de agosto de 2008

Respuesta

Fabián dejó un comentario en mi anterior post. Con mi casi nulo poder de síntesis empecé a contestarle y, como se hizo un poco largo, preferí incluirlo acá.
Ya lo dice Freddie en la bellísima canción que incluí: “Just one year (en este caso, one week) of love Is better than a lifetime alone...”. ¿Qué importa si pronto las fotos se ponen sepia? En lo personal, siempre me saca una sonrisa encontrar una de esas fotos en un cajón en medio del quilombo diario. Bien decís: una linda sensación. Una marquita agradable entre las muchas heridas de guerra.
Ya perdí las esperanzas de encontrar al hombre de mi vida. Ya no busco a nadie para envejecer juntos. Creo que ya no soportaría tener a alguien todos los días en mi cama cuando estoy rayada o cansada por los problemas diarios. Y en esas condiciones, estos momentos son remansos de paz que me ayudan a seguir adelante.
Teniendo en cuenta lo anterior, procederé a contestar tu pregunta.
Tal vez en mi adolescencia, cuando las hormonas estaban alborotadas, lo importante era la pasión. Pero a esta altura eso sólo no me alcanza, lo que no significa que no me guste. Pongámoslo así: el sexo apasionado es como una torta: me gusta y la disfruto. Pero si la relleno de dulce me gusta más. Y si le pongo arriba unas frutillas, es una torta casi perfecta. Con el sexo pasa lo mismo: llegar al orgasmo es lindo. Pero si le agregamos un poco de atención por parte de los dos es mejor. Y si le sumamos un poquito de romance la noche se hace perfecta.
Los argentinos en general (no hablo de los latinos porque en Cuba el trato que me dispensaron fue distinto) tienen una actitud de “nena, vení que te enseño”, preocupados por su rendimiento sexual y sintiendo que no son lo suficientemente hombres si la mujer no goza. Los sajones, en cambio, son más gentiles, más galantes, más preocupados por compartir que por demostrar lo machos que son.
A esta altura del partido quiero sentir que al otro le importo. No me interesa si la relación dura un año, un mes, un día o un turno de hotel, o si nos mentimos descaradamente amor eterno. Pero quiero que ese tiempo sea nuestro. Que me demuestren que soy algo más que un agujero en la entrepierna donde hacer proezas acrobáticas para contarle a los amigos en el bar. Que intercambiemos algunas palabras además de fluidos. Que nos divirtamos además de satisfacer una necesidad biológica.
Es cierto que los argentinos son más fogosos y los sajones más distantes pero, como vos preguntaste mi opinión, voto definitivamente por los segundos.


viernes, 8 de agosto de 2008

One year of love

Ema había hecho muchos esfuerzos para hacer ese curso de inglés “in situ”.
Tomó el avión con muchas expectativas, contenta de haberlo logrado.
La residencia en la que paraba era realmente cómoda aunque un poco alejada del centro. Pero el servicio de trenes era excelente y tardaba una media hora en llegar a clase.
Aunque desayunaba en la casa, siempre llegaba al colegio muy temprano, y había tomado la costumbre de tomar un café en la cafetería del lugar mientras leía el diario.
El curso le resultaba realmente provechoso, estimulante, interesante. Las conversaciones con personas de otros países y otras culturas le encantaban. No sólo estaba aprendiendo inglés, sino que estaba conociendo otras formas de vida.
Ya desde el principio había notado que Ben, uno de los profesores, la trataba con especial deferencia. Pero no le prestó demasiada atención porque era bastante más joven que ella y si bien no le desagradaba, tampoco era su tipo.
El segundo lunes la clase versó sobre el amor: frases, emociones, lugares de encuentro. Diez minutos antes de finalizar, hubo que escribir una carta. Sin demasiada inspiración, Ema escribió cosas como “Logras encender el fuego que hay en mí”, “Estoy hambrienta de tus caricias”, “necesito sentir tu aliento sobre mi piel” o “me encantaría recorrer todo tu cuerpo con mis dedos”, escuchando los consejos que le había dado un tiempo atrás un amigo.
De todas, Ben eligió su carta para leerla en público, y Ema notó horrorizada cómo él se excitaba visiblemente, hecho corroborado por todos los presentes. Ella estaba colorada como un tomate y no sabía dónde meterse, cuando llegó la hora de finalizar la clase.
Mientras los demás salían del salón Ben se acercó y le susurró “me encanta el estilo argentino”, y se fue.
Ella quedó bastante turbada, aunque la situación la había hecho sentir muy bien y pasó el resto del día con una sonrisa en los labios. Si debía ser sincera, le había encantado producir esa reacción.
A la mañana siguiente estaba tomando el cafecito de costumbre cuando lo vio llegar. Se sentó a su mesa y conversaron un rato. El idioma no era en absoluto un impedimento.
Todas las noches la escuela organizaba distintas actividades sociales, y esa noche habría una cata de cervezas en un lindo pub cercano. Hasta ese momento Ema no había ido a esas actividades porque generalmente eran salidas al teatro bastante caras y, además, no entendía tanto inglés como para seguir una obra completa. Pero esto era diferente, y le daba la posibilidad de conocer gente nueva. Así que cuando Ben le preguntó si iría, ella no dudó en contestar que sí.
Imaginando (o deseando) tener una noche especial, Ema buscó esmeradamente su ropa interior y exterior y la perfumó. Arregló su pelo, se maquilló, y partió rumbo al pub.
El lugar era bellísimo. Típicamente inglés, con la pintura oscura, luces tenues, adornos en dorado, madera. Tanto dentro como en la vereda, disfrutando de la templada noche había muchas personas probando las diferentes clases de cervezas que allí servían.
Ema se acercó a un grupo de conocidos que conversaban animadamente. Se sentía muy bien, porque había hecho muy buenas migas con mucha gente nueva de distintos países y diferentes culturas. Realmente disfrutaba esas charlas.
Ben discutía acaloradamente con Héctor, un español, sobre cuál de los dos imperios (el español o el británico) había sido más grande. Ema notaba divertida cómo cada uno mostraba su idiosincrasia: a Héctor le salía espuma por la boca, gesticulaba, daba millones de argumentos. Ben, flemático como buen inglés, sólo decía, sin mayores gestos, que no estaba de acuerdo.
Rato después Ben propuso caminar un rato. Sin saludar a nadie, Ema y él salieron del pub rumbo al parque.
En una actitud que la sorprendió notablemente, Ben la tomó de la cintura mientras caminaban. Los ingleses suelen mantener las distancias, así que ella no lo esperaba.
Caminaron bajo los árboles del parque. Se besaron, charlaron, mucho, se rieron. Siguieron caminando disfrutando la noche maravillosa que Julio les había regalado… y decidieron buscar un lugar menos público donde ponerse más cómodos.
Ya solos se desvistieron con urgencia. Se recorrieron con los ojos, con los dedos, con la lengua. Se poseyeron con pasión. Se amaron desenfrenadamente hasta que sus sexos se encontraron en una rítmica danza. Y continuaron haciendo el amor hasta quedarse dormidos, exhaustos.
La mañana los encontró abrazados, satisfechos. Volvieron a amarse bajo la ducha mientras el agua tibia recorría sus cuerpos y desayunaron juntos antes de ir a clases.
Aunque nadie hacía ningún comentario, Ema trataba de mantener la compostura en el college. No quería ser el centro de los chismes de los demás. Y aunque Ben entendió esta postura, no parecía muy preocupado por las habladurías.
Faltaban pocos días para terminar el curso, y no los desaprovecharon. Como Ben trabajaba hasta las 4, Ema aprovechaba la tarde para pasear por esa ciudad que amaba, para aspirar su perfume, para hacer algunas compras. Y se encontraban a la tardecita, cenaban juntos, caminaban por el West End, y se amaban apasionadamente.
Todo termina al fin, y esta no era la excepción. La última noche se mintieron que se escribirían, que volverían a verse. Pero hay mentiras que es lindo creerse.
Ema volvió a la casa a preparar la valija sin darse vuelta.
A la mañana siguiente tomó el tren hacia el aeropuerto con su valija, su bolso y una valija de viaje que había comprado. Moverse con todos esos bártulos no era nada sencillo.
Cuando intentaba bajar todo eso del tren alguien desde atrás dijo “Shall I help you?”, y ella de inmediato reconoció la voz.
- ¿Cómo es que estás acá?, preguntó ella.
- Es sábado, y tenía ganas de venir a despedirte, contestó él.
Ben la ayudó a despachar el equipaje, y a continuación tomaron el último café. La acompañó hasta la puerta de migraciones y volvieron a despedirse. Antes de irse, Ben le besó la mano, como un duque.

- Guacha, ¡te comiste un pendejo!, dijo su amiga Sandra al oír el relato.
- Si, nada importante…, mintió Ema.


Un antidepresivo para la mesa tres!!!


Recién ayer tuve un poco de tiempo desde mi llegada a Buenos Aires para escribir. Empecé una historia linda que probablemente termine en los días sucesivos. Pero no pude seguir. Otras cosas ocupaban mi cabeza y aquí las cuento. Los que estén un poco bajoneados absténganse.
El día que llegué a Buenos Aires, y sin salir aún del aeropuerto, mis padres me informaron que mi hijo menor estaba internado en un neuropsiquiátrico. El shock fue fuerte. Pero, como hacía dos años que veníamos con problemas, no me costó demasiado sobreponerme.
Para mi familia siempre fui la responsable, seria y con sentido común del grupo, papel que me tiene absolutamente repodrida.
Mientras no estuve, todo el mundo se arremangó e hizo lo que tenía que hacer. Cuando llegó el burro de carga todos se lavaron las manos y me pusieron al mando, obviamente con mi anuencia. Es mi hijo, y quería hacerme cargo.
Hace dos semanas que no hago más que correr atrás de los tres (porque no es mi único hijo, y los otros, aunque se la bancan, no merecen ser menos).
Visto ahora, no fue una mala experiencia: por fin, después de dos años, me dan un diagnóstico coherente. Es un trastorno de la personalidad que tiene que ver con lo psicológico y no con lo psiquiátrico (que no se si es mejor o peor). En estas 3 semanas hizo un cambio increíble y avanza a pasos agigantados. Esperemos que siga así.
Me quitó muchos prejuicios sobre los centros psiquiátricos. Yo temía que lo tuvieran empastillado en un lugar horrible, y no fue así: el lugar parecía un spa, con gimnasio, talleres, un salón de juegos. Según él, la comida era excelente. Y sólo continuó con 1 pastilla por día, que era lo que estaba tomando.
Pero también aprendí otras cosas, que tal vez hubiera preferido ignorar.
En primer lugar, me dí cuenta a quién le importo aunque sea un poquito. Por ejemplo mis amigos Claudia y Fabián me mandaron algunos mails o mensajitos. Yo no necesitaba más que eso para saber que estaban, y eso sólo me hizo mucho bien.
Otra persona, que se dice mi gran amiga, no me llamó en toda la semana. Pero el jueves a la tarde se acordó, e hizo una llamada apurada. Preguntó, como debía ser, cómo estaba mi hijo, para decirme a continuación que tenía que ir el viernes al negocio de una amiga en común, que me haría mucho bien despejarme, y que si podía ir a buscar a la hija con el auto, pasar a buscarla a ella e ir juntas. Le contesté que pensaba ir, pero cada una por su lado.
Comprendo que a muchos no les importe mi hijo, porque no lo conocen demasiado. A mí también me pasa. Pero si mi amigo me importa, le mando un mensajito "che... VOS cómo andás?"
Otra de las cosas que aprendí es que todo el mundo sabe lo que hay que hacer, pero nadie se arremanga. Todo el mundo da consejos que no sólo no pedí sino que son ridículos y me rompen soberanamente las pelotas, razón por la cual ya discutí con varios.
Pero, lo más curioso de todo, es que me dí cuenta que estoy absolutamente sola, como siempre (y no es que no haya nadie alrededor). Siempre me las arreglé de esa manera, y supongo que será siempre así. Y sin embargo, no me siento sola, sino que me siento segura, tranquila, firme en mis convicciones y, sobre todas las cosas, siento que he logrado una buena convivencia conmigo misma.