sábado, 3 de enero de 2009

Ya está. Por fin cerré la puerta. No fue tan duro, después de todo. Tal vez ahora pueda dormir un poco...
¿Cuánto hacía que no veía a Pedro? ¿10 años? Y, más o menos...
Me acuerdo bien de la última vez: él de rodillas, abrazado a mis piernas, pidiéndome que intercediera ante Lucila para que volviera con él. Pero yo no podía hacer eso: ella no quería saber nada. No se lo dije, para no lastimarlo. Y, la verdad, yo tampoco quería verlo más.
Recuerdo esa tarde como una nebulosa. Por suerte no estaba mi hijo cuando sonó el timbre.
Me sorprendí cuando lo ví por la mirilla.
El tiempo nos hace olvidar las cosas malas, y abrí la puerta confiado y contento de ver a un viejo amigo.
De pronto sentí el calor pegajoso de mi propia sangre que manaba por la herida de la primera puñalada. Y siguieron las otras, con furia, con odio.
Como si mi cuerpo fuera ajeno miré mi brazo casi cercenado de un tajo. No sentía dolor. Pero sentía que la vida se me escapaba por ese agujero.
Así como llegó, Pedro se fue ensangrentado, dejándome en un rojo charco tibio.
No recuerdo mucho más... Después supe que un vecino, médico, me hizo un torniquete y llamó a la ambulancia.
Casi pierdo el brazo. Los médicos, en un intento desesperado, sacaron un nervio de mi pierna para poder unirlo nuevamente a mi cuerpo. Y lo consiguieron.
"No se puede hacer nada", dijeron la policía y el abogado, "porque no hay ningún testigo ocular".
Ahora vendí la casa. Es un intento desesperado que me pierda el rastro.
Pero cuando camino por la calle no puedo dejar de temer a mi sombra. Porque ese loco sigue caminando tranquilamente por las calles de Témperley...