sábado, 6 de septiembre de 2008

Invierno


Es una tarde lluviosa y gris. Hace mucho frío. Acabo de cortar con mi amiga Cris que me contaba sus interminables problemas con su ex. Normalmente trato de darle ánimos, pero esta vez no pude. Este último tiempo siento que las fuerzas se me acaban, que no puedo seguir, o que no quiero seguir.
Motivos hay, no hay dudas. Pero siempre le di batalla a los problemas, y generalmente salí airosa. Pero hoy no se qué me pasa.
Viví 18 años con un violento que me destruyó moralmente, que me denigró, que me llevó al borde de la locura y del suicidio. Que no sólo me atacó a mí, sino también a nuestros hijos, que todavía viven sus consecuencias.
Con mucha ayuda, mucho esfuerzo y mucho tiempo pude salir de esa situación y separarme.
No fue fácil: mientras mis hijos fueron chicos no trabajé para cuidarlos. Conciente que mis hijos necesitaban comer, trabajé en una veterinaria donde hacía de todo. Bañaba y pelaba perros y gatos los fines de semana para sacar algún mango más. Limpiaba casas para completar la semana. Daba clases en casa.
Gracias a la debacle de nuestro país el negocio cerró. Como un milagro, apareció en ese momento una suplencia en la universidad en la que trabajo actualmente. Era temporal, pero no me importó. El sueldo era (y sigue siendo) bastante bajo, pero nunca tuve problemas de horarios o de faltar algún día.
Finalizado ese trabajo, empecé a trabajar en la Secretaría de Ciencia y Tecnología. Por fin estaba en lo mío. Y amo lo que hago, que no es poco decir. Pero el destino me tenía preparadas más sorpresas.
Al poco tiempo de separarme me enfermé. Bajé 9 kilos en 3 meses, con lo cual ya parecía anoréxica. Muchas veces ni siquiera podia tomar agua y los dolores eran insoportables. Y lo peor es que nadie daba con el diagnóstico.
A veces llamaba a la ambulancia en medio de la noche sospechando que no llegaría al día siguiente. Más de un fin de semana lo pasaba internada.
Pero seguí adelante. Arrastrándome tomaba el Roca e iba a laburar. La mitad del tiempo hacía lo que tenía que hacer, y la otra mitad vomitaba en el baño. Volvía colgada en el Roca con las piernas que ni siquiera me sostenían. Y llegaba a casa donde me ocupaba de los quehaceres.
En esa época pasaba mucho tiempo en la cama con calmantes.
Un día como cualquier otro, y sin haber sido invitada, apareció la huesuda. Pero le hice frente. "Tenemos que sacarte el bazo", dijo el médico, "porque tenés un quiste que lo ocupa todo".
Cuando fui a la clínica estaba feliz. Pensé que por fin terminarían los sufrimientos. Pero me equivoqué.
La operación fue un éxito, pero la cosa siguió. Cada vez estaba peor. Volaba de fiebre, y empezaron a darme morfina para calmarme. No tenía fuerzas ni para estar de pie. Pero de cualquier manera me paraba y seguía...
Tardaron un año en darme un diagnóstico. Era una enfermedad intestinal rara. El problema entonces fue encontrar un gastroenterólogo que conociera la enfermedad y pudiera tratarme.
Por fin encontré uno que me cobraba una fortuna y al que debía ir 2 veces por mes, una para verlo y la 2º sólo para mostrarle los análisis, pero que me cobraba rigurosamente las dos (esos especialistas no trabajan por obra social).
La medicación era brutal. A tal punto que incluso ese verano, cuando fui con mis viejos a Córdoba, debía hacerme un control de sangre semanal y pasarle los datos al médico por teléfono para asegurarme que no surgieran otros inconvenientes. Todo tiene su lado positivo: genéticamente lampiña, perdí el resto del pelo del cuerpo, y ahora prácticamente no necesito la depilación. Lo que lamento es tener muy pocas pestañas, pero no se puede pedir todo.
Como yerba mala nunca muere, seguí vivita y coleando. Pero los remedios tenían millones de contraindicaciones. Y un día me pudrí de tomar un arco iris diario de píldoras y dije basta. Fuí a ver a un médico holístico que es el que me trata actualmente que me hace tratamientos biológicos con los que ando fenómeno.
Controlado ya ese asunto, empezaron los problemas con mi hijo menor. En dos años ya tuvo 3 intentos de suicidio y una internación en un neuropsiquiátrico. Y sigo luchando con eso en este momento. Además de ocuparme de mis otros dos hijos, la casa y el trabajo.
Normalmente no aflojo, pero hay veces en que no puedo más y me pongo a llorar...