domingo, 22 de julio de 2007

El día que conocí a Brian Harold


Londres siempre fue un sueño maravilloso e inalcanzable para mí. Me gusta pensar que habré tenido allí alguna encarnación en la que fui muy feliz.
El año pasado, aprovechando la excusa de que Feddie Mercury cumpliría 60, saqué un crédito en el banco y fui a su fiesta.
Antes de tomar el avión, mandé un mail a Brian May (mi amor imposible) diciéndole que iba a visitar su ciudad natal y quería aprovechar la oportunidad para conocerlo. Al no obtener respuesta reiteré mi mensaje (a terca pocos me ganan). Pocos días después en mi casilla de correo apareció la respuesta: “Voy a estar en la fiesta de Freddie. Vení, y me encontrarás allí”. De más está decir que casi debo internarme en la Favaloro.
La aguafiestas de mi hija me dijo: “Mamá, no podés ser tan boluda. Ese mail se lo deben haber mandado a miles, y ni siquiera lo debe haber escrito él”. Pero la fantasía y el ratoneo son mi especialidad, y pensé que, aunque fuéramos muchos, yo iba a estar entre ellos, y no laburando en la oficina.
Así que el 5 de Septiembre estaba caminando por Tottenham Court. Es una zona de veredas angostas y mucha, muchísima gente. Los bares son de paso, y no demasiado lindos. Pero ahí estaba el teatro a donde iba a ir un poco más tarde. Había salido el sol y hacía muchísimo calor.
Mientras esperaba para encontrarme con Jackie, la presidenta del Queen Fans Club, que tenía mi entrada, hice un pequeño periplo por Tottenham. Empecé a meterme por todas las callecitas y fui a dar con Soho Square, una plaza chiquitita y primorosa. Ahí encontré sin querer “St. Patrick Catholic Church”, y entré. Era una iglesia chiquita y muy bonita. Había una imagen a tamaño real de la Vírgen con Jesús muerto en sus brazos que te estrujaba el corazón. Aproveché para dar las gracias por esos días maravillosos. ¿Cómo volver a la vida normal después de eso?
Al salir, y metiéndome por otra calle, fui a dar con una avenida dedicada a la música. Todos los negocios vendían instrumentos. Pero no sólo guitarras: pianos, saxos, trompetas, todo lo imaginable (no como los precios, que eran inimaginables).
Por fin se hizo la hora de ir al teatro. El edificio era maravilloso, con palcos decorados a los costados, tapizado de rojo, con ornamentos en dorado en paredes y techo. A ambos lados del escenario había 4 cabinas de vidrio, donde los músicos tocaban en vivo, y estaba la consola de audio. Yo tenía una ubicación excelente en 5º fila.
En el teatro hombres, mujeres y algún que otro niño que había estaban disfrazados: Hombres vestidos de mujer, o con peluca, o vestidos como Freddie. Mallas negras con medias caladas, capas de terciopelo, maquillajes increíbles, anteojos de gatúbela plateados con brillos. Fue lo más bizarro que vi en mi vida. Con mi ropa de calle me sentía como si tuviese una malla del S. XVIII y cofia en una playa nudista de Saint Tropez. Aunque, a decir verdad, si hubiera tenido esa ropa hubiese estado más acorde con la ocasión.
Después empecé a darme cuenta que nadie molestaba a nadie, que nadie hacía quilombo, que lo único que querían era divertirse, y que todos tenían un comportamiento mucho más civilizado que el de cualquier argentino medio (y eso que dicen que el público europeo tiene sangre de pato, es mentira). Supongo que si un evento así se hubiera hecho en Argentina, Cromagnón hubiese sido un poroto.
Como yo ya sabía, WWRY no era un cover sino una comedia musical usando la música de Queen. El argumento (aunque entendí la mitad) era muy simple: en el año 2046 gobierna Killer Queen (no conocedores abstenerse) en una sociedad aséptica donde las personas son, o bien eruditos, o bien “de plástico”. Los instrumentos musicales fueron destruidos en su totalidad, y la música no existe más. Sin embargo, hay un viejo que conserva un viejo video de Bohemian Rapsody y él, con un grupo de jóvenes reaccionarios va en busca de la guitarra de Brian (la maravillosa “Red Special”) con la que matan a la reina y recuperan la música. Imagino que pensarán: “¿Esto es todo, Toto?” PUES NO. La puesta en escena fue alucinante. El escenario venía hacia delante, o iba hacia atrás, o las cosas se hundían, o se perdían en las alturas. Una parte del escenario subía y giraba. Los escenarios eran fantásticos. Las luces ni que hablar. En el fondo había una pared de plasmas con movimientos independientes (tipo holograma, o 3D) que iban juntándose, separándose, subiendo, bajando, adelantándose y formando millones de figuras distintas. Los ojos no daban crédito a semejante derroche. Los cantantes tenían unas voces maravillosas.
Después de 2 horas de función hicieron un intervalo. Mucha gente (yo incluída) se dirigió al pub del teatro. Fue algo muy extraño tomar una Coca entre jeques árabes, geishas, rastas de mil colores, pelucas, galeras…
En media hora los altoparlantes nos invitaron a pasar nuevamente a la sala.
NOTA: en la barra, para comprar, nadie se apretuja, ni quiere pasar antes, ni pone mala cara. Al contrario: “por favor, pase usted” parecería ser la frase de cabecera.
Después de 2 horas más de show, cuando ya había perdido 2 ó 3 kilos de agua en transpiración, las manos me ardían de aplaudir y creía que mi organismo no podía fabricar más adrenalina, aparecieron en el escenario Brian y Roger para tocar la última canción: Bohemian Rapsody. No podía creerlo: los tenía a unos 2 metros de distancia. Como no podía ser de otra manera, Bri desgranó notas en su guitarra que, como siempre, me tocaron lo más profundo del corazón. Y se cerró el telón.
La gente enloqueció, y empezó a pedir bis. El telón volvió a abrirse despacito y ahí estaban Brian y Roger solos, con una guitarra acústica dispuestos a cantar. La impresión fue muy fuerte. A Brian se lo ve grande, pero está joya. Roger está destruído. La “niña bonita” del grupo se había transformado en un petizo gordito, parecido a Frank Sinatra en su última época. El vestía un traje negro, y Brian tenía un pantalón negro con camisa blanca, y su mítico tapado blanco y rojo.
El que habló fue Brian y, no sé si de tanto oírlo hablar en los videos o porque hablaba un perfecto inglés, ¡le entendí todo! Ni yo misma podía creerlo.
Dieron un recital de más o menos una hora. Yo parecía un dibujito animado, con la barbilla caída, los ojos fuera de las órbitas, los oídos que no daban crédito y pellizcándome para convencerme que no era un sueño.
Al final, como era de rigor, todo el teatro cantó a todo pulmón “Happy Birthday”. Creo que no voy a olvidar esta experiencia ni en mi lecho de muerte. Fue una de las cosas más emocionantes, alucinantes, bizarras, increíbles que viví en los últimos 15 años.
No quería irme, pero como iba a ir a la fiesta del 09/09 (una fiesta exclusiva para 200 personas) preferí no perder el último subte (ya había averiguado el horario).
Llegué al hotel rápido, y mi panza me avisó que me había olvidado de comer. Como todo estaba cerrado, tuve que conformarme con ½ sándwich que me había quedado y un caldito. No importa: comería al día siguiente. Había cambiado el refrán “panza llena, corazón contento” por “corazón contento, la panza me importa un cuerno”.